A pesar del mucho tiempo desde entonces transcurrido, aún mi pecho conmovido se recuerda con dolor de aquel día que, en paseo, vino a un banco una cieguita y a su lado una viejita que era su guía y su amor. Y observé que la chiquita de ojos grandes y vacíos escuchaba el griterío de otras nenas al saltar, y la oí que amargamente en un son que era de queja preguntábale a la vieja: ¿Por qué yo no he de jugar? Y a punto fijo no sé si el dolor que sentí fue escuchando la voz de la nena. O fue que cuando miré a su vieja advertí que lloraba en silencio su pena. ¡Ay, cieguita!, dije yo con gran pesar, ven conmigo, pobrecita, le di un beso y la cieguita tuvo ya con quien jugar. Y fue así que diariamente al llegar con su viejita me buscaba la cieguita con tantísimo interés. ¡Qué feliz era la pobre cuando junto a mi llegaba y con sus mimos lograba que jugásemos los tres!... Pero un día, bien me acuerdo, no fue más que la viejita que me dijo: La cieguita está a punto de expirar... Fuí corriendo hasta su cuna, la cieguita se moría, y al morirse me decía: ¿Con quén vas ahora a jugar? Y a punto fijo no sé si el dolor que sentí fue escuchando el adiós de la nena. O fue que cuando miré a su vieja advertí que lloraba en silencio su pena. ¿Ay, cieguita!, yo no te podré olvidar; pues me acuerdo de mi hijita que también era cieguita y no podía jugar...