Mil años tardó en morirse, pero por fin la palmó. Los muertos del cementerio están de Fiesta Mayor. Seguro que está en el Cielo a la derecha de Dios. Adivina, adivinanza, escuchen con atención. A su entierro de paisano asistió Napoleón, Torquemada, y el caballo del Cid Campeador; Millán Astray, Viriato, Tejero y Milans del Bosch, el coño de la Bernarda, y un dentista de León; y Celia Gámez, Manolete, San Isidro Labrador, y el soldado desconocido a quien nadie conoció. Santa Teresa iba dando su brazo incorrupto a Don Pelayo que no podía resistir el mal olor. El marqués de Villaverde iba muy elegantón, con uniforme de gala de la Santa Inquisición. Don Juan March enciende puros con billetes de millón, y el niño Jesús de Praga de primera comunión. Mil quinientas doce monjas pidiendo con devoción al Papa santo de Roma pronta canonización. Y un pantano inaugurado de los del plan Badajoz. Y el Ku-Klus-klan que no vino pero mandó una adhesión. y Rita la cantora, y don Cristóbal Colón, y una teta disecada de Agustina de Aragón. La tuna compostelana cerraba la procesión cantando a diez voces clavelitos de mi corazón. San José María Pemán unos versos recitó, servía Perico Chicote copas de vino español. Para asistir al entierro Carrero resucitó y, otra vez, tras los responsos, al cielo en coche ascendió. Ese día en el infierno hubo gran agitación, muertos de asco y fusilados bailaban de sol a sol. Siete días con siete noches duró la celebración, en leguas a la redonda el champán se terminó. Combatientes de Brunete, braceros de Castellón, los del exilio de fuera y los del exilio interior celebraban la victoria que la historia les robó. Más que alegría, la suya era desesperación. Como ya habrá adivinado, la señora y el señor, los apellidos del muerto a quien me refiero yo, pues colorín colorado, igualito que empezó, adivina, adivinanza, se termina mi canción, se termina mi canción.